15 de julio de 2012

El dictador (The dictator, Larry Charles) Estreno: 13/07/2012

La última aparición delirante de Sacha Baron Cohen la encontramos en un film que no esconde ninguna de sus intenciones: hacer reír con una parodia cargada de mala uva y chistes gruesos. La cuestión es si lo consigue y la respuesta es sí. Eso significa que alguien que espere otra cosa será mejor que no vaya a verla, pero quien quiera arriesgarse tiene asegurado momentos francamente divertidos y encendidas lanzas de humor crítico y desafiante. Ya solo la dedicatoria del film a la memoria de Kim Jong-il es un aviso claro de su ácida propuesta.

 

Se acaban los tabúes para el cómico que arremete con todo. Desde el arranque del film tenemos asegurados ataques continuos a la política represiva y dominadora de dictadores al estilo de Ahmadineyad, pero también al sistema democrático occidental, que deja ver su hipocresía y su falta de ética. "Todo el que no es americano lo consideramos un árabe", le dicen al llegar a E.E.U.U, en referencia a la falta de tolerancia de países supuestamente libres. Sin cortarse un pelo (salvo la barba, tortura determinante para que el dictador deje de ser él mismo), la película de Baron Cohen entra en temas tan delicados como las torturas, las violaciones, el abuso de poder, la discriminación racial y sexual... todo desde la absoluta franqueza y sin pelos en la lengua. 


Gracias a estos gags el espectador está obligado a estar atento a cada chiste y, por supuesto, estar al día en política mundial básica. No es una exigencia demasiado elevada y ni siquiera necesaria para seguir el film, pero enriquece mucho más el contenido y anima a las mentes más reflexivas. A nivel cinematográfico, el director (Larry Charles) se queda cojo, aunque yo destacaría el efecto de cámara al hombro de los momentos en que el dictador Aladeen se encuentra perdido y con otra identidad en Nueva York, clave para entender su perpetua falta de compresión respecto al nuevo mundo en que está viviendo y en el que no termina de encajar.


Sin embargo, toda esa carga aparentemente crítica se difumina al final, cuando uno sale del cine sin llevarse ni un solo pensamiento que haya dejado huella. Me explico. La película funciona como puesta en escena del humor, como parodia corrosiva, con momentos absolutamente irracionales y para reírse a gusto, como la del parto, la del lanzamiento desde la tirolina o la del vuelo en helicóptero, donde una conversación con acento árabe desespera a una tierna pareja de ancianos americanos. Pero tanto broche gordo y tanta zafiedad y salvajadas en algunos momentos, reduce su carga crítica y se queda en eso, en chiste, sin llegar a ahondar en la mente del espectador ni hacerle más participativo. Digamos que es como ver un gag de algún programa humorístico de televisión donde se imita a los políticos y se hace burla de sus desmanes, sin más intención que reír. O como ver Torrente, el brazo tonto de la ley desde el punto de vista norteamericano.


Aún así, considero que hacer reír ya es un mérito, y más si se hace con temas tan arduos como los que araña Sacha Baron Cohen en esta irreverente comedia que pone sobre la mesa los numerosos sinsentidos de este mundo. Me quedo con el discurso final, obvio, pero lleno de sensatez respecto a nuestra democracia (sobre todo ahora que valdría la pena reflexionar sobre su necesaria modificación y evolución) y con la escena del parto, donde las manos de un dictador y de una joven que representa la democracia auténtica y verdaderamente libre (aunque con sus imperfecciones) se unen dentro de la vagina de una mujer. Tronchante y, a la vez, esperanzadora.

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